Pedro Romero Martínez (Ronda, Málaga; 19 de noviembre de
1754– Ronda, 10 de febrero de 1839).
Descendiente de una dinastía taurina muy conocida, su
padre Juan Romero y sus hermanos menores, José y Antonio fueron también
matadores de toros. Pedro
despreció pronto el oficio familiar de calafate (casi todos los Romero fueron,
antes que matadores de toros, carpinteros navales) y, como había hecho su padre
en la cuadrilla de su abuelo, se "enroló" de segundo espada entre los
subalternos de Juan, donde aprendió el abecé del oficio taurino.
Además, se atribuye a su abuelo, Francisco
Romero, el mérito de ser el primero que empleó la muleta y el estoque para dar
muerte a un toro.
Como hombre era modelo de
seriedad y honrada conducta. Su aspecto rústico y tosco no excluía destalles de
caballerosidad derivados de su carácter francamente hidalgo. Ni sintió la
vanidad ni conoció la envidia. Se consideraba superior a todos sus compañeros,
pero nunca hizo alarde de ello, ni incurrió en la ordinariez de humillarlos.
Biografía
En la plaza de
toros de su pueblo, Pedro Romero, aleccionado por su padre, mató varios
novillos en diferentes ocasiones, entre las que destaca una en la que estoqueó
él solo los seis toros del encierro. En aquella jornada resultó cogido Juan, a
consecuencia de un quite que hizo a su hijo cuando éste, con juvenil temeridad,
se hallaba expuesto a un grave peligro. A través de este y de otros lances
similares, Pedro fue adquiriendo unos fundamentos técnicos que, unidos a su
desmesurado valor y a su natural conocimiento del comportamiento de las reses,
le fueron consolidando como el torero más preparado de su tiempo. Comenzó como segundo espada en la
cuadrilla de su padre en 1771, participando en tres novilladas este mismo año
en Jerez de la Frontera. Parece
ser que se presentó por vez primera en Sevilla en 1772, donde alternó con
Manuel Palomo y Antonio Albano la muerte de ochenta y seis toros que fueron
lidiados en tan sólo cuatro días (por aquel entonces, la afición se complacía
en dedicar a la fiesta de los toros jornadas enteras, divididas en sesiones
matinales, vespertinas y, en señaladas ocasiones, también nocturnas). Se le considera el primer matador
de toros de su época, a diferencia de sus rivales y contemporáneos, Joaquín
Rodríguez "Costillares" y Pepe-Hillo,
a quienes se consideraba como los primeros toreros.
Romero
dirigía la lidia en intención de la muerte del toro, suerte para la que tenía
especial talento siendo llamado por sus contemporáneos El Infalible,
lo que lo diferenciaba de Pepe-Hillo quien consideraba que la faena debía ser
consistente desde el comienzo al fin de la misma. Se presenta en 1775 por
primera vez en Madrid e inicia una rivalidad con Costillares, que en 1777 lo
aleja de participar en festejos en esta ciudad como resultado de una polémica
con éste. En ese año estoqueó 285 toros y ya decían de él en Madrid que no
había animal que le presentara dificultad.
En Cádiz, en 1778,
"Pepe-Hillo" y Romero protagonizaron un duelo que pasa por ser uno de
los más famosos de la historia del toreo. El sevillano y el rondeño competían
sañudamente ante la afición gaditana para que esta determinara quién de los dos
mataba con mayor arrojo y eficacia; llegada la hora de la verdad,
"Pepe-Hillo", que contaba en dicha plaza con una auténtica legión de
partidarios, arrojó al suelo la muleta y citó a recibir con el sombrero
castoreño que, a la sazón, hacía las veces de montera. Al ver la suerte tan
admirablemente ejecutada, Romero respondió citando con una pequeña peineta al
toro que le correspondía matar, que cayó fulminado por el certerísimo
estoconazo del maestro. A la postre, tuvo que intervenir la autoridad para
impedir que ambos espadas continuasen haciendo alardes de temeridad en el
momento de ejecutar la suerte suprema, porque se temía que el pique
no habría de concluir hasta que no cayera malherido uno cualquiera de ellos.
Entre las hazañas que se pueden citar se deben señalar
dos.
Sucedió en la plaza de Madrid el 17 de junio de 1789.
El tercer toro de aquella corrida era de muchos kilos y bravo como pocos;
acometía con verdadera codicia a los picadores, sin volver la cara. Se puso en
suerte el famoso varilarguero Manuel Jiménez, de la cuadrilla de Romero, y la
embestida del toro fue impetuosa;entonces los toros tenían seis años y un poder
asombroso, ya que materialmente volaron jinete y cabalgadura. El caballo salió
huyendo, y el piquero, maltrecho del golpe, quedó tendido en la arena muy cerca
del toro. La impresión del público fue de horror y se produjo un unánime grito.
Aquel hombre estaba cogido, porque a pesar de estar Romero cerca también, al
menor movimiento de la capa, el toro que tenía la vista fija en el picador, se
arrancaría en cualquier momento sobre él. Pero le salvó la incomparable pericia
del lidiador que, mirando al toro, vio lo que otro no hubiera visto, y con voz
imperativa ordenó: «Tío Manuel, levántese sin cuidado.» Cumplir aquel mandato
era peligrosísimo, porque es sabido que la única manera de defenderse en estos
casos es permanecer inmóvil; pero era tal la fe que inspiraba Pedro a sus
compañeros, que el picador se puso en pie despacio, porque lo dolorido que
estaba le impedía hacerla de prisa, y pudo llegar a la barrera. Y entonces el
espada se abrió de capa y se llevó a la bestia al otro extremo del ruedo. ¿Qué
vio el diestro rondeño en aquel toro, para saber que no acometería? El mismo no
se lo explicaba, según manifestó después; pero afirmaba que estaba
absolutamente seguro de que no embestiría aunque el picador se levantase.
Ese don de percepción no lo ha tenido ningún diestro
más que él.
Y en cuanto a sus portentosas condiciones de torero y
matador, lo demuestra lo que sucedió, también en Madrid, poco antes de
retirarse de la profesión.
Salió un toro salmantino, tan ligero de pies y ágil de
movimientos, que saltó al tendido, hirió a varios espectadores y mató al
alcalde de Torrelodones, que presenciaba la corrida. Se produjo tal confusión
ante aquel inesperado acontecimiento, que descuidaron el cierre de una puerta y
el toro salió de la plaza; pero en lugar de dirigirse al campo, que era la
querencia natural, se internó en la población. Romero, que nunca perdía la
serosidad, veloz como el rayo, requirió espada y muleta, y montando a la grupa
con el picador Antonio Galiano, que estaba en el ruedo, le mandó que galopara
en seguimiento del toro. Así lo hizo, y lo alcanzaron a la entrada del paseo
del Prado. Desmontó en el acto y en medio de la calle, sin barrera donde
guarecerse ni peones que le ayudaran, le dio una brillantísima brega de muleta
y lo mató recibiendo, de una magnífica estocada. Con ello salvó a Madrid de un
día de luto.
Desde 1778 a 1799 se mantiene como matador exitoso en
los festejos anuales que se presentarán en las plazas de primera categoría. El
19 de mayo de 1785 inauguró la Plaza de toros de Ronda. Si bien se retiró en
1799 y una vez más en 1806 (negándose después a torear para los franceses), se
mantuvo activo en la Escuela de Tauromaquia de Sevilla y mató a su último toro
en 1831 a los 77, brindando este último a la reina Isabel II de España. Es
probable que matase más de 5.000 toros. En su larga
trayectoria no recibió nunca una cornada.
Sus últimos años los dedicó a la escuela de
tauromaquia de la que fuese director y maestro por orden del rey. Fueron
discípulos suyos Francisco Arjona Herrera "Cúchares" y Francisco
Montes "Paquiro", quienes serían los grandes rivales de su
generación.
Innovaciones
Estampa de la época que muestra a Romero en la suerte de recibir.
Para muchos especialistas fue Romero un visionario
adelantado a su época quien, más de un siglo antes que Belmonte y Manolete,
recomendaba la quietud del torero
en la escuela sevillana: «...el que quiera ser lidiador ha de pensar que de
cintura para abajo carece de movimientos... El toreo no se hace con las
piernas, sino con las manos. Igualmente, entre sus frases más célebres se
encuentran: "El matador nunca debe saltar la barrera, ni huir con espada
y muleta", "El cobarde no es hombre. Para torear se necesitan
hombres"
Se ha dicho que él convirtió el toreo en una técnica
precisa, exacta, sobria y eficaz, que preparaba a los toros para la muerte. Un
estilo que luego se conocería como el propio de la escuela rondeña
Muchas gracias amigos.
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